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El yo es fuente inevitable de sufrimiento, porque, en su afán de autoafirmarse, identificándose con la mente, nos aleja de la realidad y de la vida. Consciente del destino a donde el yo conduce, del sufrimiento que genera y de la ignorancia y mentira en que nos envuelve, nos resultará fácil reconocer la necesidad y la importancia de liberarnos de él. Y, dado que el yo solo vive y es alimentado
A partir del s. III y hasta el día de hoy, la Iglesia ha concedido más importancia a la Religión que al Evangelio, de forma que presenta y vive el cristianismo como una Religión que se funde y se confunde con el Evangelio. Y ello a pesar de que la Religión se enfrentó al Evangelio hasta tal punto que fueron sus propios dirigentes –los sacerdotes– quienes condenaron a Jesús a muerte. Ellos fueron los primeros en darse cuenta de que el Evangelio era la amenaza y la ruina de la Religión.
Una Religión que es la divinización de lo humano, mientras que el Evangelio supone la humanización de lo divino. ¿Por qué, entonces, está más presente en la Iglesia la Religión que el Evangelio? Sencillamente, porque los rituales de la Religión tranquilizan nuestra conciencia, mientras que las exigencias del Evangelio nos plantean el despojo de la riqueza y, sobre todo, del propio yo, lo que resulta muy difícil de aceptar para la mayoría de las personas. Esto ha llevado a una disminución de la relevancia de la Religión y a una desconexión con las necesidades de la sociedad actual.
Hay un espacio en mí sobre el cual nadie tiene poder. Es el espacio donde Dios habita en mí. Allí entro en contacto con mi verdadero yo. Allí soy por entero yo mismo. Allí mi yo está protegido. Allí crece mi autoestima y soy cada vez más yo mismo.
En ese espacio nos sentimos seguros y podemos escapar de la tiranía de la cotidianeidad y concentrarnos en nosotros mismos. En él llegamos a ser libres.
Si el poder de la escucha es inmenso, el de la palabra es indiscutible. Anhelamos la escucha especialmente cuando sufrimos. La necesitamos como la cierva sedienta busca el agua. Buscamos la escucha y esperamos la palabra: la palabra oportuna, comprensiva, adecuada, la que sostiene y, en su caso, orienta, ilumina, conforta, consuela.
Todos llevamos una fuerza interior capaz de transformar el mundo. Siendo felices en Dios podemos subir a la cumbre, entrar en un misterio de amor que nos sobrepasa para luego bajar al mundo como lámparas de Dios que quieren iluminar y penetrar en la realidad dando sabor a la vida.
La palabra interior, la siempre naciente, esa que brota del aliento anterior a todo decir. Esta palabra interior es la que encontramos en Gratitud, diciéndose una y otra vez, irrumpiendo, pero sin romper el Silencio, porque es uno con ella, porque la recibe gozoso como fuente de la que proviene, como encuentro largamente anhelado.