La puerta de la felicidad

Javier Vidal-Quadras
Cuando uno quiere ser feliz a toda costa, suele intentarlo a costa de los demas y conseguirlo a cambio de esa misma felicidad que esta buscando. Es como un deportista que quiere ganar a cualquier precio y recurre a la trampa o a los estimulos artificiales para procurarse una ventaja ilicita. Puede conseguir la victoria, si, pero lo hace, paradójicamente, a costa de esa misma victoria. En realidad, lo que obtiene es una apariencia, lo que acompana a la victoria —fama, reconocimiento profesional, dinero, etc.—, pero en el fondo de su alma sabe que su gloria no es auténtica y, por zafio que sea, no deja de percibir la incómoda punzada del remordimiento que provoca la impostura.
La felicidad ha de ser, ciertamente, placentera y generar disfrute y gozo, pues, como alguien ha recordado, una felicidad meramente pensada o querida, y no sentida, no es una felicidad. Y, sin embargo, el solo placer o disfrute no equivale a la felicidad. ?Alguien cree, de verdad, que el mafioso que ha conseguido su fortuna y cumplido todos sus deseos a fuerza de extorsionar y matar es realmente feliz? Hay placeres malos y placeres buenos. El placer de la venganza o de la crueldad, por ejemplo, son placeres malos, aunque se experimenten como tales, y la ‘felicidad’ que procuran es una degradación.
Por esta razón, quienes han pensado en serio acerca de la felicidad han alcanzado una conclusión que es casi ya un lugar comun: la felicidad auténtica solo puede ser el resultado de una actividad buena. Es decir, se obtiene indirectamente. Si usted se concentra en ser feliz, acaba por ser un desgraciado (a veces, con apariencia de feliz); si usted se olvida de su propia felicidad, sera ella la que llame a su puerta.
El camino es otro. Lo oi graficamente a un conferenciante: es feliz aquel que hace lo que le da la gana (es decir, lo que ha decidido hacer), le da la gana de hacer lo que es bueno y, encima, disfruta haciéndolo. Por ejemplo: ve que es bueno amar a su mujer, decide hacerlo con todas sus fuerzas, con toda la pasión de que es capaz, se pone a ello (olvidandose algo de si mismo), no concibe la posibilidad de amar a otra mujer y se lo pasa en grande haciéndolo. Y acaba comprobando que dicha actividad (amar a su mujer), aunque a veces le cueste esfuerzo, suele obtener como resultado un placentero estado de alegria. La explicación es bastante sencilla: ha logrado armonizar sus sentimientos con la verdad que descubre en amar a su mujer. Por el contrario, si uno no cree que sea bueno amar a su mujer con todas sus fuerzas y se pone a hacerlo a reganadientes, esta actividad se acaba haciendo molesta.
Un buen eslogan podria ser: ?quiere usted ser feliz? Sea bueno. La premisa: saber qué es bueno y qué no. ?Es mejor amar a mi mujer con todas mis fuerzas o ir cambiando y probando con diferente mujeres?
Hay que discernir la bondad y la verdad de sus opuestos. Es un trabajo personal, de cada conciencia, ?y de toda una vida!, aunque Kierkegaard nos da una pista: la puerta de la felicidad se abre hacia fuera, hacia los demas. Y acaso el gran problema de centrarse en uno mismo no sea el egocentrismo, sino el aburrimiento. Es lo que les pasa a muchos adolescentes: de tanto mirarse en el espejo de su propia mismidad acaban hastiados de si mismos y ya no saben qué hacer, porque uno mismo acaba siendo franca e invariablemente aburrido. De pronto, algunos descubren a los otros, a los que les necesitan, logran olvidarse de ellos mismos, se dedican un poco (o un mucho) a los demas y se les abre un horizonte nuevo de grandes ideales. En el fondo, todos somos un poco adolescentes. ?No creen?
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