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Los miedos en la vida humana, el miedo de Jesús, nuestros miedos en la Iglesia actual.
El miedo es un sentimiento indisociable del hecho de vivir, y cumple su impagable oficio de custodiar nuestras vidas. Cuando algún peligro nos acecha, el miedo nos avisa para que tomemos precauciones. Pero con frecuencia exageramos nuestro miedo o concebimos miedos imaginarios, fobias, patologías del miedo.
Gisela Zuniga, antigua alumna de Karlfried Graf Dürckheim y Willigis Jäger, pero también de San Juan de la Cruz, Teresa de Ávila, el Maestro Eckhart, Heinrich Seuse, Johannes Tauler y tantísimos otros maestros cristianos, ha descubierto su propio camino de contemplación místico-cristiana y lo enseña en numerosos centros de meditación de todo el mundo.
Entre los siglos III y VI d.C. florecieron en los desiertos de Siria y de Egipto innumerables colonias de monjes. Siguiendo el ejemplo de san Antonio Abad, muchas personas se retiraron al desierto en busca de sí mismas. Y tras sus huellas anduvieron muchísimos peregrinos, que ansiaban recibir una palabra de consejo de quienes ya se habían adentrado…
En este libro se levanta el velo del santuario de la vida contemplativa. Salta de lo hondo de la experiencia orante un torrente de agua viva. Porque la vocación contemplativa tiene “de oficio” acreditar a Dios ante los hombres: que Dios existe; que Dios se deja experimentar; que Dios transfigura la vida; que Dios hace feliz… que ¡solo Dios basta!
¿Cómo comprender el mensaje de Jesús en este mundo? Esta pregunta conserva su carácter acuciante desde los días de Caín y Abel en el problema de la guerra. La guerra es el resumen, el efecto y la causa de todos los males que los hombres son capaces de infligir a otros hombres. Tanto tiempo como exista la guerra, el mundo carecerá de orden, estará necesitado de salvación. ¿Pero cómo?
Este libro nació como respuesta a la interpelación inmediata de los acontecimientos y a la exigencia de un servicio necesario en la comunidad. Es un testimonio de su oración cotidiana y comprometida: la oración enseñada y practicada en la quietud de Finkenwalde, la oración que no desfalleció tampoco en quien se convertiría en el crítico de la interpretación «religiosa» de la fe.