UN CAMINO SIN ATAJOS

UN CAMINO SIN ATAJOS

Cualquier intento de reparar la conmoción radical que provoca el suicidio merece atención y admiración. Ante una de las mayores dificultades a la que puede enfrentarse un ser humano, toda la ayuda y toda la compasión son pocas. Por eso, este libro ocupa un lugar imprescindible y crea un espacio de acogida para quienes viven el duelo de un suicidio. La ética del cuidado orienta todas y cada una de sus páginas, con el afán de hacer mas fácil lo imposible. Porque enfrentarse al suicidio es una tarea que nos supera a todos, y cualquier iniciativa que tenga como meta acompañar al superviviente en ese camino sin atajos que es el duelo es un profundo acto de humanidad.

Ojalá hubiera tenido acceso a un texto así tras la muerte de mi padre. Murió por suicidio, esa expresión que lo señala como algo que acontece, como la afección que realmente es. Al dolor, la rabia o la culpa que nos arrastraban como muñecos de paja en un tornado, se sumaban la dificultad para entender lo que había sucedido y la incapacidad para articular un mínimo discurso en torno a lo que sentíamos. El cortocircuito emocional era total. Un sinfín de emociones que no encontraban salida a través de la palabra, porque un mutismo incomprensible se había apoderado de nosotros. No sabíamos cómo empezar a hablar, y solo sabíamos acompañar el llanto de mi madre con silencio y desolación.

Con el tiempo, algo empezó a moverse en mi a partir de una sensación de rechazo ante un destino que se nos había impuesto como ineludible, como algo hereditario, como una mancha disfuncional que nos obligaba a avergonzarnos de lo que había sucedido y a temerlo para siempre en un futuro amenazante y ominoso. Cuando pude, dejé de ocultar con eufemismos la muerte de mi padre. Y quise saber de la genealogía del suicidio, de ese pasado como delito y como pecado que aun impregna su concepción social y que llegaba hasta mi familia para condenarnos al silencio y a la vergüenza. De ahí nació la necesidad de escribir el libro La mirada del suicida. El enigma y el estigma. Me negaba a aceptar la sentencia y sentía la obligación de defender a mi familia y a mi mismo de esa condena.

Y, contra todo pronóstico, junto a todo el sufrimiento, la muerte de mi padre trajo algunas cosas buenas. Para empezar, mi amplia familia se unió como una piña, hermanados aun más por enfrentarnos juntos a lo más terrible. Compartíamos un dolor y un desconcierto que nos identificaba automáticamente como iguales, marcados por una experiencia intransferible con la que no se puede relacionar nadie que no haya pasado por ella. Y que te enlaza súbitamente con un cordón de plata a cualquiera que si la haya vivido. Aunque entonces nos resultaba imposible de ver, la experiencia mas indeseable nos colocaba en un lugar que nos capacitaba para acercarnos a otros como un donante de sangre compatible. Y compartir con otros resulta reparador. A través del libro hice pública mi posición y algunos lectores se ponían en contacto conmigo, para agradecer su lectura, para continuar el contacto en modo de diálogo. Siempre he aceptado agradecido estos acercamientos. Siempre que me han invitado a continuar hablando o escribiendo sobre este tema lo he hecho, aunque siempre me cuesta. Pero lo hago porque si mi esfuerzo puede aliviar en parte a alguien, por poco que sea, habrá valido la pena. Lo he visto de cerca y sé lo que duele.

Y porque si algo me ha quedado claro a través de los años es que la palabra es fundamental. Es el escudo para la prevención y la herramienta para el duelo. Nos protege y nos alivia. La terapia oral, la conversación íntima, la escucha empática y el desahogo verbal son recursos ineludibles para navegar las oscuras aguas del duelo o la ideación suicida. La compañía del otro no cierra la fisura que se abre tras la pérdida, siempre quedará un vacío. Lo que importa es lo que construyamos en torno a ese vacío y que sepamos que no lo tenemos que hacer solos.

El suicida tiene prisa, dice Fernando Savater. No sé si eso es cierto. Al suicida la vida le pesa demasiado, y tiene prisa por aliviar ese sufrimiento, que no por morir. No ha tenido la paciencia requerida. Quizás no era posible tenerla. Ojalá hubiera podido esperar un día más. El día en que hubiéramos encontrado la manera de acompañarle al menos lo suficiente como para hacer su vida soportable. En nuestro caso no fue así. Y nos quedó la necesidad de hacer algo con lo que la vida había hecho de nosotros. Tras pasar el tiempo necesario, la idea que tengo ahora es que, en realidad, lo que si es urgente es vivir. Tras cubrir las etapas que cada uno sienta que debe recorrer, tras abrir todos los discursos que se nos cerraron, con la ayuda del otro y de la palabra, lo que toca es vivir. Es lo que nos enseña este libro. Y se puede.

 




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